La historia de Alejandra y el ocelote en la selva

Historia de Ale y el ocelote

Alejandra, una niña de siete años, vivía en una pequeña casa rodeada de árboles. Sus padres, amantes de la naturaleza, decidieron llevarla a una emocionante aventura: un viaje a la selva tropical. Alejandra estaba llena de curiosidad y emoción mientras empacaba su mochila con binoculares, una libreta y un lápiz.

El avión aterrizó en una pequeña pista de tierra, y la familia se adentró en la densa vegetación. Los sonidos de los pájaros y los insectos llenaban el aire, y Alejandra se sentía como si hubiera entrado en un mundo mágico. Sus ojos se abrieron de par en par al ver las hojas gigantes, las lianas colgantes y las flores de colores brillantes.

Un día, mientras caminaban por un sendero estrecho, Alejandra escuchó un ruido suave. Se detuvo y miró a su alrededor. Allí, entre los helechos y las raíces retorcidas, vio un par de ojos dorados que la observaban. El corazón de Alejandra latía con fuerza. ¿Qué podría ser?

Se acercó con cautela y, para su asombro, se encontró cara a cara con un ocelote. Su pelaje estaba cubierto de manchas negras y doradas, y sus orejas puntiagudas se movían con curiosidad. Alejandra no podía creerlo. Había leído sobre estos felinos en los libros, pero nunca pensó que vería uno en persona.

El ocelote no parecía asustado. Se quedó allí, mirándola con sus ojos penetrantes. Alejandra extendió la mano y susurró: “Hola, amigo”. El ocelote se acercó lentamente y rozó su nariz contra la mano de Alejandra. Era su momento mágico en la selva.

A partir de ese día, Alejandra y el ocelote se volvieron inseparables. Jugaron juntos, exploraron la selva y compartieron secretos. El ocelote la llevó a escondites secretos donde podían ver monos saltando entre las ramas y tucanes coloridos volando alto. Alejandra le contó historias sobre su vida en la ciudad y cómo soñaba con ser una exploradora famosa.

Una tarde, mientras se sentaban junto a un arroyo, el ocelote la miró con tristeza en los ojos. Alejandra acarició su cabeza y preguntó: “¿Qué pasa, amigo?”. El ocelote emitió un suave gruñido y señaló hacia el horizonte. Alejandra siguió su mirada y vio luces brillantes en la distancia. Eran las luces de la ciudad.

El ocelote sabía que era hora de partir. Se despidieron con lágrimas en los ojos, pero Alejandra sabía que siempre tendría un amigo especial en la selva. Regresó a casa con una libreta llena de dibujos y recuerdos, y cada noche miraba las estrellas y pensaba en su amigo ocelote.

Y así, la niña de siete años llamada Alejandra aprendió que la selva no solo estaba llena de plantas y animales, sino también de amistad y magia. Y aunque nunca más volvió a ver al ocelote en persona, su espíritu seguía vivo en su corazón, recordándole que los lazos especiales pueden formarse en los lugares más inesperados.


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